HOY RECIBÍ UNA CARTA.

Lo sustancial no es cómo se llamen; pero unos funerales con representación de autoridades municipales, autonómicas, gubernamentales y del estado todas juntas, si no son de Estado que alguien me diga de que son.

Eso es precisamente lo programado para el próximo día once de setiembre en la catedral de La Almudena por las víctimas del accidente aéreo del pasado día veinte en Barajas.

Nada que decir si no fuera porque se prepara una ceremonia católica y no todos los fallecidos son católicos.

Una familia evangélica de Tres Cantos se duele por la pérdida temporal de uno de sus miembros, Rubén Santana, quien en vida dejó constancia de su fe no católica y dio testimonio fiel de haber creído en Cristo como su único y suficiente salvador personal.

Tienen todo nuestro apoyo como hermanos en la fe que compartimos tanto su dolor como la esperanza de la vida eterna. Les deseamos el consuelo que sólo Dios puede dar.

Pero ¿Por qué, si Rubén creyó otra cosa y proclamó otra cosa, ha de ser despedido oficialmente bajo un rito que no cree? Si su familia cree lo mismo que él y no quiere una ceremonia católica ¿en nombre de qué o de quién se les va a obligar a ello?

Muchos —ingenuos de nosotros— creíamos que el café para todos era algo ya superado.

Quienes vivimos la marginación en la niñez por ser diferentes y sufrimos las risas por temas como, por ejemplo, la primera comunión o el mes de María somos especialmente sensibles a este tipo de actuaciones, máxime ahora que Rubén no se puede defender.

Es indignante que se exija de la familia lo mismo que un militar de los últimos años de la dictadura a un suboficial de complemento que se negaba a hacer “el rindan” en un acto militar: “Tú puedes creer lo que quieras pero te arrodillas ante la virgen. Luego… tú sigues tu vida y todos tan tranquilos”.

Nos habían dicho que en democracia se respetaban las minorías y eso suena muy bien, en especial para quienes siempre fuimos minoría. Pero más allá de las palabras sólo se respetan las minorías cuando hacen ruido. Estamos ante una soberana bofetada institucional a una persona, una familia y una minoría (eso si, con notorio arraigo reconocido).

¿Va a haber que seguir tragando en cada —nunca deseada pero posible— futura tragedia colectiva?